martes, 30 de diciembre de 2008

Subí que te llevo II

Haciendo memoria me acordé de aquella otra vez que me ofrecieron llevarme sin que yo lo solicitara. Fue, lo recuerdo bien, el 24 de diciembre del 2005. Yo caminaba por la calle Rawson –más específicamente, Rawson y Bernardo de Irigoyen – en dirección a la Av. Independencia. Llevaba mi mochila de viaje muy cargada, puesto que había salido a caminar a modo de entrenamiento para mi próximo viaje a dedo por Los 7 Lagos neuquinos. Recuerdo también que bajo el calor febril de esa tarde yo sentía, literalmente, que me estaba derritiendo. Y, un poco para dejar de sentirme un helado de vainilla, y otro poco para no pensar en el largo camino que me restaba hasta mi casa, trataba de mantener la mente en un blanco total y absoluto. Pero no es fácil ignorar la presencia de un colectivo de línea cuando se detiene con brusquedad a tu lado, justo a mitad de cuadra. Mi primera idea sobre la insólita situación fue que un desperfecto mecánico había obligado al chofer a detener el vehículo. De todas maneras, debo haber puesto cara de sorpresa, porque cuando las puertas del 571 se abrieron con su característico ruido a pistones y compresor de aire, el chofer sonrió y dijo la frase más inesperada: “Subí, te llevo”. Más por incredulidad que por desconfianza argumenté no tener la tarjeta magnética que se necesita para pagar el pasaje en esta ciudad. “No importa-dijo el buen hombre-, te llevo gratis”. Todavía sorprendido, me subí. A modo de agradecimiento, me quedé parado junto al chofer y le hice algunos comentarios circunstanciales-no recuerdo ahora qué le dije exactamente, pero supongo que, como siempre en estos casos, hablamos del clima y del tremendo calor-, después me senté. Cuando miré a mi alrededor, el resto de los pasajeros me miraban un tanto extrañados por lo particular de la situación reciente. Puede que alguno haya pensado incluso que yo era íntimo amigo del conductor. Lo cierto es que jamás lo había visto.

La nota de color de esta pequeña historia la dio una pasajera que intentó subir al colectivo sin abonar el boleto. Advirtiendo la maniobra, el conductor la llamó con un vozarrón de pocos amigos. Ella, parada en el fondo, se hacía la sorda con los auriculares puestos. Y ahí el hombre perdió la paciencia y le empezó a gritar. Dijo algo así como “¡Si no tenés plata para el boleto me lo decís, pero no te quieras colar porque se pudre todo!” Ella, nerviosa, balbuceaba con labios temblorosos y hacía como que buscaba su tarjeta magnética en el bolso. Ante la mirada inquisidora del resto de los pasajeros, a la chica no le quedó mas remedio que acercarse a dialogar con el chofer. Discutieron un rato largo en voz muy baja y finalmente ella se sentó sin pagar. Cuando la tensión comenzaba a disiparse en un silencio sepulcral, se escuchó la voz chillona de una de esas viejas de mierda que nunca faltan en los colectivos: “¡Claro, si es la mina de alguno de éstos-presumiblemente señalando al chofer-, puede viajar gratis, pero si la chica no tiene para el boleto mirá el papelón que le hace pasar! ¡Pobrecita!”. Yo, que sabía por experiencia propia que mi benefactor le daba escasa importancia al valor monetario del boleto y, en cambio, se había sentido ofendido por la actitud ventajera de la joven, odié a la vieja víbora con todas las ganas de las que soy capaz. El conductor, por su parte, se limitó a mirar a la adorable anciana por el espejo retrovisor. En su faz tensa y enrojecida pude leer unas ganas desesperadas, apenas contenidas, de sacar el garrote amansa-locos que todo colectivero que se precie de tal lleva bajo el asiento y ejercerlo repetidas veces como objeto contundente sobre el cuerpo de la inoportuna señora. El resto del pasaje se dividía casi en partes iguales entre los que estaban a favor del chofer y los que favorecían a la mujer: no todos habían visto el acto de bondad que el hombre había tenido para conmigo, muchos habían subido al 571 paradas después.
Cuando llegamos a la Av. Independencia, me acerqué a la puerta de adelante. Antes de bajar le desee al buen hombre una muy feliz navidad. Se lo desee muy sinceramente. Creo que su agradecimiento también fue sincero, aunque su tono de voz mostraba huellas de cansancio…

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